JONÁS
El
día se fue sin que le importase nada, como disimulando el paso del
tiempo, cómplice, se volvió parte de la masa innominada del
aburrimiento.
Sentí
la imposibilidad de separarme de él, (del aburrimiento o del día),
de decir y ordenar las
cosas por categorías, discernir una ventana, la mesa, el pan, las
frazadas y la taza de café,
mis manos, la tristeza. Pensar que se trataban de cosas distintas me
resultaba absurdo.
De
poder hacerlo me hubiese preocupado por el orden de la casa o por
cumplir con alguna tarea. Aquel
eterno y enorme rumiante que a todo vuelve la misma cosa se había
sentado sobre mi
pecho. Sin embargo mordí el último pedazo de pan y bebí el último
sorbo de café.
La
cama estaba desordenada pero entré en calor y la lluvia me durmió.
Era
un lunes sin despertador aunque yo no estaba enfermo, ni había paro,
ni era feriado, ni era domingo, ni estaba declarado un toque de queda
en la ciudad. Sólo estaba esa convicción
de no poder moverse, de pesar dos mil kilos; pero a eso nadie se lo
toma en serio. Me
tapé hasta la cabeza y me quedé oyendo con temor para afuera, como
si esperase la voz magnánima de la racionalidad exigiéndome la
inmediata reintegración a su orden.
Exigiéndome
digno de mis derechos y mis deberes por ella otorgados.
Atrincherado
en el corte del servicio telefónico, me sorprendí en una idea
devastadora: que yo haya esperado el llamado de aquella voz, ya era
el llamado y ya era la voz. Esta conclusión
me aterrorizó.
Salté
de la cama y huí. En el muelle di con un pequeño barco que partía
a una ciudad lejana y con el poco dinero que llevaba pague mi pasaje
para ir en él, lejos del llamado de aquella voz.
Estando
el barco ya en alta mar, metido dentro de la noche cerrada, rodado de
estrellas fantasmales
en el cielo que se multiplicaban en el agua, navegando en dirección
de la lejana
ciudad, se levantó un gran viento y hubo en el mar una gran tempestad.
Pensamos
que la nave se partiría, las olas nos tapaban y desaparecían
dejándonos en la cima del manipulado mar para volver a hundirnos
bestialmente.
Lo
único identificable en el caos era el terror que hacía brillar los
ojos de los marineros, quienes
aferrados a la cubierta clamaban a dios.
Luego
de haber echado al agua todo aquello que llevaban para alivianar el
peso de la embarcación,
movido por el miedo o la desidia bajé al interior del barco y me
dispuse a dormir
envuelto en unos trapos.
El capitán, un hombre no muy alto pero ancho y rudo, con la barba
chorreando agua salada y los ojos amarillentos bajó enfurecido e
increpándome me tomó de los hombros con las manos deformadas por la
vida en el mar.
-
¡Vamos, levántate y ruega también a tu dios a ver si nos salvamos!
Un sacudón nos tiró a un rincón.
Quedamos
cara a cara, el marinero olía a alcohol y tabaco húmedo. Aterrado,
me vio como si yo fuese la causa de su terror y no el miedo de morir
ahogado.
-¿Quién
sos?, ¿qué hiciste para que nos pasara todo esto?, ¿quién sos?
Esas
preguntas abrieron una grieta en mí por donde se filtró un poco de
la desesperación
que
reinaba allí, me apresuré a dar una respuesta pero no había tal
cosa, o sí, pero era un tanto difícil de formular en tales
circunstancias.
-No
sé, hoy no fui a trabajar y... Una madera no resistió el azote del
mar y el estruendo me salvo
de seguir con la ridícula explicación.
El
hombre se recompuso, me apartó bruscamente, estuvo por decirme algo
pero se apresuró a ver que sucedía en la cubierta.
Una
ola de culpa me tapó y estuvo a punto de asfixiarme, sentí que mis
ojos ya se parecían a los de los marineros en aquel brillo que
lograba el terror, intenté salir a la cubierta.
Apenas
asomé la cabeza, uno de ellos, a quien juzgué el menor de todos, al
menos aparentaba unos dieciséis años se me acercó a los tumbos.
El
castigador mar se imponía con su máxima furia a nuestro alrededor.
-¿Qué
hay que hacer para que el mar se calme?, ¿qué hay que hacer
contigo?
Tanto
el joven marinero, como todos allí, estábamos convencidos de mi
culpa por la
tempestad.
Yo inclusive.
Les
dije que de considerarlo necesario me tiraran al mar, recién allí
descubrí que entre ellos hablaban un idioma distinto, que no me
resultaba parecido a ninguno de los que alguna vez oí hablar, un
idioma quizás antiguo. Trabajaron arduamente para controlar la nave
y devolverla a tierra firme, pero todo esfuerzo fue vano.
Tras
largos intentos para controlar la nave decidieron optar por tirarme.
Lo que me llamó la atención fue que habiendo sido yo mismo quien
propuso ser arrojado lo hicieran con semejante
prepotencia. Dos de los marineros, los más corpulentos, me tomaron
con fuerza y zamarreándome me llevaron a estribor. Cuando pasé
frente al muchacho bajó la mirada, el resto de los marineros no
apartaron su mirada hasta que llegué al borde del barco.
Como
adivinando las intensiones de la tripulación el mar empezó a
menguar su furia.
Repito
que me pareció un exceso haber dispuesto a dos marineros para que me
arrojaran, con uno sólo de ellos bastaba para que volara unos
cuantos metros fuera de la embarcación.
Parado
ya en el borde vi el mar subir y bajar, miré una vez más a los
hombres expectantes, que aferrados a unas sogas murmuraban algo en
tono de oración, el patrón dio la orden con un disimulado gesto y
los marineros me empujaron esmeradamente.
Bajo
las aguas abandoné mi cuerpo a sus movimientos. Subí y bajé, o quién sabe qué y quedé
flotando a la deriva, ya con el mar en calma y sin barco.
La
sal me quemaba la garganta y la nariz. Giré mi cabeza buscando algún
punto de referencia,
el cielo estaba verdeando con el amanecer.
No
sé cuánto tiempo estuve así. Un estruendoso ruido me sobresaltó y
miré
desesperadamente
como alguien que recién ha quedado ciego. Tragué agua una vez más,
eso me asqueaba tremendamente. Enfoqué mis ojos en el lugar de donde
venían las ondas, segundos después vi salir un monstruoso bulto,
definiéndose en los instantes que estuvo en el aire como un gran pez
plateado.
Este
nuevo chapuzón salpicó una cantidad tremenda de agua que llegó
hasta mí. Apreté los dientes con fuerza y sacudí las manos
desesperadamente intentando nadar, pero recordé que no sabía. Luego
de aquel ruidoso desgaste de energía estaba en el mismo lugar. El
monstruoso pez nadó en torno mío dándome un par de vueltas. A
veces lo hacía un poco más sumergido y no podía seguirlo con la
vista, una de esas fue la que aprovechó a saltar hacia mí.
El
sol recién salido le hizo brillar las escamas y las pequeñas gotas
que se desprendían de él. Corcoveó en aire y cayó pesadamente
sobre el agua, muy cerca.
Lo
vi de frente cortando la superficie del mar hacía mi, abrió su gran
boca y me tragó.